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sábado, 7 de abril de 2018

¿La condena a Lula abre un ciclo de dictaduras judiciales en la región?

                    Señor juez, ¿usted tiene alguna prueba de que el departamento sea mío, que yo haya vivido ahí, que haya pasado ahí alguna noche, que mi familia se haya mudado; o tiene algún contrato, una firma mía, un recibo, una transferencia bancaria, algo?
-No, por eso le preguntó.
Este extracto de la audiencia judicial entre el juez Sergio Moro y Lula Da Silva revela el carácter deliberado de la sentencia en su contra por supuestamente recibir un departamento en calidad de soborno de la constructora OAS. Sobre todo, por ser la postal que más sintetiza el carácter excepcionalista que cobra la justicia a la hora de prácticamente proscribir al principal líder político brasileño. Una verdad que cobra mucho más sentido si se tiene en cuenta que una de las principales pruebas en su contra es la delación premiada del dueño de OAS, Léo Pinheiro, obtenida a cambio de recuperar su libertad y salvar parte de sus negocios, como si hubiese pagado una especie de rescate a la mafia que lo tenía retenido.

Más allá de la condena: la destrucción del país más grande de América Latina
La guerra jurídica que inició en Brasil, a partir del proceso judicial denominado Lavadero de Autos, ha puesto patas para arriba al país que hasta 2014 tenía mayores posibilidades de convertirse en un rival de Estados Unidos en el continente. Dirigida por el juez Moro, el Ministerio Público y la Policía Federal, todos formados en cursos del Departamento de Estado, la operación tomó un carácter de limpieza de la elite brasileña, como si se planteara descabezarla con el objetivo de alejarla del futuro de potencia que se abría en su porvenir después de recibir la cumbre de los BRICS y la Copa Mundial de Fútbol.
En el transcurso de la investigación de Lavaderos de Autos se llevó a juicio a más de 400 políticos, pero lo más importante fue que se generó un clima de cacería contra las principales transnacionales de Brasil de importante desempeño en mercados clave como el petrolero, armamentístico, alimentario y de construcción. Hoy es un hecho que Odebrecht, Petrobras, Embraer y JBS, por citar algunas, tienen acuerdos de colaboración con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, mientras sus rendimientos como transnacionales han mermado importantemente en un contexto de desindustrialización del país.
Blindada por los medios, y una importante campaña cultural, la operación Lavadero de Autos generó el clima político que permitió el arribo a la presidencia de la coalición de partidos que encabeza Michel Temer. Una presidencia de facto, a costa de la cabeza de Dilma Rousseff, que en menos de dos años ha sancionado importantes reformas exigidas por los bancos y las corporaciones estadounidenses, como la apertura de la Cumbre Pre-Sal, antes potestad de Petrobras, la congelación de planes sociales y la reforma laboral que lleva a la población más numerosa del continente a condiciones de trabajo de hace 50 años atrás.
La condena a Lula parece cerrar el cerco a una opción política que exprese a la mayoría de los brasileños que se oponen a estas controvertidas reformas. Dado que la figura del ex presidente de Brasil se ubica primera en la mayoría de las encuestas electorales, en paralelo a un masivo rechazo a las políticas aplicadas por el gobierno de Temer. Lo que evidencia la puesta en marcha de una democracia tutelada por los bancos, la agroindustria, las mineras y transnacionales que hoy influencian las decisiones del país luego del operativo de limpieza judicial que barrió con quienes antes gobernaban Brasil.
"Lucha contra la corrupción": alcances y objetivos de la cruzada judicial en la región
Según la Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración Trump, la lucha contra la corrupción en los países aliados apunta a "generar un clima de negocios transparente para las empresas estadounidenses". Brasil es el claro ejemplo de cómo esto se plasma en el terreno dado que la operación Lavadero de Autos logró abrir importantes franjas del mercado brasileño antes de exclusividad de las transnacionales del país. Una clara reedición de la Doctrina Monroe que durante el siglo XIX y XX justificó la intervención de Estados Unidos en América Latina cada vez que sus intereses empresariales estuviesen en peligro o cuestionamiento.
En esta tribuna largamente hemos descrito el arduo trabajo del Departamento de Estado y Justicia por armar una red de jueces, fiscales, procuradores y policías que respondieran directamente a la matriz jurídica de "lucha contra la corrupción", difundida desde Washington. La Estrategia de Seguridad Nacional de Trump es reveladora en ese sentido, porque ubica todos los esfuerzos de su política exterior en pos de la lucha contra la corrupción en el apartado de "Militarización y Seguridad en América Latina". Una confesión de parte que hace más obvio lo evidente.
Entonces es normal que se comprenda a la "lucha contra la corrupción" como la justificación para limpiar las instituciones, y los mercados latinoamericanos de políticos y empresarios que impidan "un clima trasparente para las empresas norteamericanas". La operación Lavadero de Autos es un modelo ejemplar de este tipo de intervención, que el Departamento de Estado intenta replicar en áreas clave de la geopolítica mundial como Asia Central y Europa del Este, donde las potencias se juegan su futuro como actores de peso. Dado que sustituye como garantes de sus intereses a políticos y militares desprestigiados por jueces y fiscales, protegidos de los vaivenes de la región y el control del electorado.
Esta nueva forma de asegurar la posición estadounidense en el continente ha sido considerada por algunos como el Plan Cóndor 2, en honor al programa ejecutado en los años setenta y ochenta por la Administración de Richard Nixon, Jimmy Carter y Ronald Reagan. Décadas donde la principal línea de defensa de los intereses norteamericanos fueron las dictaduras militares, inspiradas en la doctrina del enemigo interno y la lucha contra el comunismo difundida por la Escuela de las Américas. Un modelo de control social que por esos años aseguró el acceso a las riquezas del continente a las corporaciones estadounidenses y europeas.
Sentencias y proscripciones: ¿hacia una nueva forma de gobierno?
La condena a Lula se da en un contexto regional donde proliferan los procesos judiciales impregnados de intereses del Departamento de Estado. Entre los que destacan los expedientes de sobornos de Odebrecht, entregados a los juzgados locales por el Departamento de Justicia, y las redes de fiscalías y juzgados, financiados por programas de instituciones como la Agencia para el Desarrollo Internacional del Departamento de Estado (Usaid). Ampliamente abocados en profundizar la judialización de la política en América Latina.
Lo que da a EEUU una ventaja estratégica en controlar el devenir de los sistemas políticos latinoamericanos en función del flujo de negocios en la región, un objetivo enmarcado en la Estrategia de Seguridad Nacional de Trump, apuntada a disciplinar el capital local y contener la influencia de China y Rusia en el entorno cercano a ese país. La condena a Lula en esta lógica visibiliza al poder duro que opera detrás de la "lucha contra la corrupción", sin los mantos narrativos y culturales que lo fundamentan ante las sociedades latinoamericanas.
Que Lula no haya tenido derecho al debido proceso, ni se le haya respetado el principio de inocencia, demuestra la zona gris, sin leyes ni reglas, ni garantías, hacia donde se mueven las instituciones del Estado brasileño a la hora de intervenir en los conflictos políticos que en los últimos años se dirimían, principalmente, por la vía electoral. Por eso el hecho de que se lo haga previo a una elección presidencial pone, además, de relieve la búsqueda de limitar las posibilidades de acceso al poder del PT. Una proscripción de facto que retrocede a la región a épocas del pasado reciente donde los líderes políticos eran inhabilitados, según su afiliación política y capacidad de daño a los intereses empresariales.
En un contexto regional en el que sobresale el fraude en Honduras, esto abre el interrogante si se intenta poner en marcha un nuevo modelo de control social más abarcante y duradero en el tiempo. Destinado a cerrar todas las vías institucionales, a las alternativas que pongan en cuestionamiento las dictaduras de mercado que comienzan a instaurarse en América Latina. Un interrogante no menor si se tiene en cuenta que el grueso del progresismo aún considera que puede retornar al poder por la vía democrática, sin cuestionarse este nuevo campo de batalla que se observa en Brasil, donde un laboratorio judicial parece haber dado lugar a una nueva forma de gobierno.

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